La farmacia del hospital Argerich es ya un espacio común desde el que puedo comprender la vida y a veces veo andar la muerte, vestida con su traje de pobre, la muerte con receta en mano porque la muerte quiere vivir aún envenenada con retrovirales.
De pié los cadáveres se inquietan, se impacientan y explotan. Salpican su sangre en las paredes, hacen charcos rojos de dolor que el ritonavir no calma.